Autor: Oscar Argüelles - IED José Barros - El Banco.
No había llovido en siete meses, la tierra que antes brotaba de sus entrañas exuberantes árboles y flores fragantes y que generaba bienestar entre las personas, ahora estaba completamente resquebrajadas y seca.
El sol en su cenit lanzaba rayos con ímpetu abrasador como queriendo evaporar todo tejido vivo. El único pozo del pueblo del cual todas las personas tomaban el agua necesaria para sus quehaceres ahora estaba sin una gota del vital liquido, y a su alrededor solo se veía miseria y desolación, el arado era completamente inútil, en sus lejanías se vislumbraba hectáreas y hectáreas de nada, el polvo que se levantaba al pasar la brisa caliente era como un fantasma que venia por las almas de los animales, los que alcanzaban a quedar en pie tenían las carnes pegadas a los huesos o caían moribundos como si esa fuera la única salida.
Veinte casas conformaban el pueblo y subsistían cincuenta personas; las casas no habían sido remodeladas desde su construcción, en su mayoría estaban construidas de bahareque y los techos de pajas estaban desgastados y resecos, sólo los murciélagos daban cuenta de su existencia, gracias al penetrante olor a mierda que expelían todo el tiempo.
A las afueras del pueblo había una casucha, la más carcomida por los ejércitos de termitas que asechaban día y noche; en esta vivía Ana, una señora de baja estatura, piel ajada y sus ojos reflejaban el paso los tiempos y sus cambios funestos: - y aquí vamos de nuevo- Dijo al ver el cielo por donde pasaba un batallón de aves de carroña; puso una vasija de peltre en su fogón, el cual estaba conformado por tres piedras y una parrilla, luego paso a barrer el polvo del frente de su casa como de costumbre, mientras las aves de rapiña se fueron posando sobre un asno muerto.
Entró en su morada con un poco de miedo, bajo la vasija del fogón se sirvió la desconocida infusión en un vaso con fondo oxidado, y así continúo haciendo y deshaciendo hasta agotar su último aliento. Se fue a dormir.
Al día siguiente ya despierta preparó su bebida, barrió, entró y se fue a lavar sus pocos andrajos, al instante notó que no había suficiente agua, en un ataque de furia maldijo el pueblo en donde descansaban sus ancestros. Así que salió corriendo de su casa, no tuvo que ver con nada solo quería ver a alguien para darse cuenta de que no era la única en tal situación.
Al pasar por la casa más cercana en donde estaba un taburete recostado, vio como este saltó por los aires cuando don Domingo lo pateó, ahora se veía como un monstruo, en su juventud había sido el galán del pueblo, al verla reaccionó y le gritó: -¿pa´ onde va? –
Ana sin muchas ganas levanto el rostro y farfulló: - que vaina-, disimuló su malestar, lo saludo, al fin y al cabo que se podía hacer, él le brindo una silla y ella accedió al tiempo en que comenzaba a hablar de otras épocas: - Recuerdas Domingo aquellos tiempos en donde este pueblo manaba leche y miel? –
- Si… como no…- Respondió con nostalgia.
Al despedirse, caminó de vuelta a su casa viendo a su alrededor como bailaba el vapor en forma de ´´S´´ y con una sonrisa extraña, recordaba las faenas que con Domingo solía pasar: - que calor – Dijo.
- Si… que calor- Respondieron, Ana quedó suspensa, ya que no sabía quién era, pues el sol le daba de frente. Pensó de que era su fin, que el Satanás había venido por ella, quizás por su condición; corrió hacia el pozo seco y se escondió, supuso que tirando arena por los aires lograría escabullirse, era una creencia de familia y nunca fallaba, así lo hizo, tiro cuatro manotazos, salió corriendo lo más rápido posible recogiéndose el harapo que tenia puesto pues, le dificultaba arrancar con comodidad, cuando llegó a su casa cerró la puerta, rezó tres padres nuestros y dos ave marías llegando a la conclusión de que se acercaba la hora de su partida de este mundo terrenal.
De pronto recordó el viejo rosario que heredó de la abuela Gertrudis, lo tomó su mano derecha, vio la fecha que estaba en un almanaque de la pared junto a la puerta.
-Carajo, la fiesta patronal, ¿Dónde está la Biblia?- preguntó, pero no había nadie que le respondiera, al final entendió una vez más que como siempre, eran los juegos de su memoria, eran solo sus recuerdos y los cuentos de su abuela los que la perseguían y asustaban a menudo, sin embargo buscó incansablemente su biblia, porque ella por tradición era de las que no la prestaban, no porque era la única sino porque era la más cuidada, entonces recordó que la se la había entregado a la bruja Concia que era la que se encargaba de dar inicio a los ritos de las festividades.
El día de la fiesta, Concia inicio sus ritos sagrado-profanos; hubo grupos de puya, bailadores de cumbia, hicieron sopa de cabeza de bagre, hicieron de todo, fue una fiesta amena, todos se fueron con una enorme sonrisa pintada en su rostro, pero con algo de inconformidad porque no habían traído a los bailadores de cumbia de la ciudad da El Banco, en fin la fiesta les ayudó a olvidar siquiera por un momento su tragedia.
Pero para Ana el cielo se oscureció aún más, quedando sola en medio de la calle mirando al vacio y respirando la gran nube de polvo que se levantaba al pasar la multitud: -es la hora- Dijo con la mano en el pecho.
Así que se fue a su casa, preparo el café, se sirvió un poco en su mejor cuenco, lo dejó en la pequeña mesita que estaba cerca del su taburete, se puso su mejor andrajo y sandalias, tomo un trozo de queso duro, se sentó, cogió el pocillo de café, el cual inhalo llegando a lo sublime, a sus recuerdos de infancia, cuando solía prepararlo al lado de su madre; comió, se acomodó al pie de la viga de su casa y esperó el ocaso de su vida. Allí amaneció, no se levantó del sitio que había escogido para esperar su muerte, observó con atención que no había ave de carroña alguna, aquellas que acostumbraban a pasar por la casa de Ana.
Entonces llovió…
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